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lunes, 1 de junio de 2015

La Insigne (relato casi negro) 1

Lo que hay de realidad y de ficción en este relato no lo sé ni yo mismo, quizás por eso sea uno de los que más tiempo me ha costado sacar adelante.



LO habitual es que en la novela negra durante el primer capítulo aparezca una rubia con la melena tapándole el ojo, escote profundo y sobre los hombros un abrigo de piel que cubre una un vestido largo con la apertura lateral que deja ver una pierna interminable rematada en un zapato de tacón alto lánguidamente ladeado que empieza a soltar trolas al duro detective medio borracho.
            Salvo en lo de la pierna interminable el personaje no tenía nada que ver, lo que no deja de ser una pena, pero hasta el abandonado tobillo el mismo. Sin embargo, no se llamaba Ilsa, ni Margaret, ni siquiera Lauren la mujer de las piernas interminables.
            Se llamaba María, dado el carácter confidencial de este texto me permitirán que calle los apellidos, pero era más conocida como Maruja en todos los ámbitos en que decía haberse movido; sí, digo que “decía” por que todo en ella sonaba a algo de lo que no te podías fiar del todo. Igual que lo que decían las clientes de los detectives de cine negro. En realidad esta historia, que no cuento ni relato, podía titularse perfectamente “El caso de la actriz difuminada” pues María, Maruja, era actriz. Claro que eso pude afirmarlo sólo yo y algunos días después de de que llegara a la “pensión”, y aun así con ciertas reservas, por que cuando entró en mi vida fue en la casa de un pueblo levantino en la que se alquilaban durante el verano tres habitaciones y una despensa habilitada –yo siempre temí que algún armario también-, decir esto ya dice que tipo de huéspedes éramos: gente sencilla y sin un duro que pasábamos el verano como buenamente podíamos.
            Llegó una noche de las que cabría llamar de transición, el equivalente a esos días finales de julio y primeros de agosto. Los de julio ya se habían marchado y los de agosto todavía no habían llegado; llegó cargada con una maleta y una bolsa no demasiado grandes a esa hora tan particular en verano en que aun el cielo es levemente azul sin ser de noche la tarde ya quedó atrás. ¡Oh! En realidad tampoco fue una aparición de la nada, sino más bien una reentrée. Conocíamos a Maruja del verano anterior que había venido a la sombra, nunca supimos si como invitada, amiga, dama de compañía o simple gorrona, de una tal Doña Justa y su pobre marido. Era la tal corredora discreta (casi siempre) de alhajas, mantones y demás. Yo alucinaba, creía que tales oficios eran propios del mundo galdosiano y que con él habían desaparecido, pero lo cierto es que esta señora se dedicaba a sacar de apuros –o a meterlas en ellos- a antiguas divas reservadamente (casi siempre), trapicheando con joyas y otras pequeñeces restos de las grandezas que los años treinta y cuarenta habían dejado a ciertas estrellas. No era precisamente Doña Justa ejemplo de discreción (casi nunca) y daba nombres con una soltura de la que yo carezco para ponerlos aquí, aunque puedo decir que las supervivientes del estrellato de los treinta se relacionaban frecuentemente con ella. Era Doña Justa lo que coloquialmente podría denominarse un mal bicho: pequeña, gorda, vociferante y con moñete esférico en la coronilla de edad desconocida tanto el uno como la otra. Se deleitaba explotando la ruina de las divas creo que tanto como debió sufrir viéndolas en su esplendor. Trataba a Maruja como a una criada para todo, así que si ésta gorroneaba o sisaba un poco o un mucho resultaba casi loable. El mayor placer de Doña Justa era leer “El Caso” hasta la última coma, escandalizarse por todo y pasarse la semana comentando los episodios más truculentos con cualquiera que se le pusiera a tiro, avergonzando al caballero que era su marido. En ese paisaje Maruja era poco más que una sombra que sabía –arte supremo- no estar estando. Por eso digo que cuando entró en nuestra vida como estaba contando pues apareció sola y no recuerdo que nadie preguntara por Doña Justa.
            Recuerdo que cuando llegó a un acuerdo con la patrona quiso irse a hacer la compra para cenar a pesar de que le iba a resultar difícil encontrar algo abierto a esas horas. Evidentemente los presentes le ofrecimos compartir la cena y ella aceptó pero sólo dos manzanas y un vaso de leche. Así supimos que era asturiana.
-Como dicen en mi Asturias “que bien me ha prestado la cena”- dijo con una voz cascada, literalmente rota e inconfundible.
            Con los días de esa convivencia peculiar Maruja se fue convirtiendo en un verdadero misterio y no precisamente por que mantuviera ninguna actitud enigmática o algún silencio sospechoso sino por todo lo contrario: por lo que decía. Bien es cierto que sólo para mí por algunas razones no demasiado obvias. La primera era la disonancia entre la recién llegada con aquel entorno para un observador mínimamente atento, la segunda era mi propia disonancia en aquel extraño y, a menudo, entrañable grupo. Sí, sé perfectamente que, desde fuera, yo sí encajaba en él pero era una falsa impresión. Hay personas que nunca encuentran su lugar en el puzle.
            A veces me sentía como el visitante de un zoo con diversas jaulas, o, para ser más exactos, del pequeño ecosistema que formábamos en aquella casa y, un poco, las cercanas. Si bien lo pienso casi siempre me he visto así como un observador ajeno, aunque no lo haya sido siempre.

2 comentarios:

  1. Estupendo el arranque. Me encanta.Hay imágenes geniales. Quiero mas.
    Un abrazo

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  2. Gracias, es relato algo más largo y me está costando pasarlo al ordenador -suelo escribir a mano- por todo el lío de casa, ya sabes, las obras y ad lateres.

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