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jueves, 12 de noviembre de 2015

De segundas (3)



Con Isa instalada en un amplio semisótano de un horrendo edificio moderno del ya de por sí siniestro barrio Salamanca, y más aún cuando nacieron los sobrinos, la Luisa consintió en cerrar un día por semana para ir a visitarles, e incluso alguna tarde dejaba todo preparado y se iba sola a pesar de las cerca de dos horas que había de camino con tres autobuses que coger. Los días de libranza se iban a pasar allí el día, al menos al principio, y las hermanas no paraban de parlotear ni de aprovechar para secretos conciliábulos que solían acabar en risas. Así fue, a pesar de las protestas de Jesús que se aburría con sus dos primos casi bebés a su lado, hasta que cierta sobremesa de una comida que empezó con cerveza, siguió con vermut, continuó con los corpulentos caldos del pueblo y se remató con anisetes para las mujeres que inmediatamente se fueron a la cocina a seguir con sus cuchicheos y varios pacharanes para ellos que dieron en recordar los buenos tiempos en el pueblo. Como para Jesús aquello era prehistoria, se fue al cuarto de estar donde se acumulaban los Pronto e Interviú, no es necesario explicar a qué.
Alguien dijo que hay cosas que conviene no recordar; pues es cierto, y mucho más con varios pacharanes por medio. Si los tradicionales buenos viejos tiempos nunca han sido buenos, al menos tanto como queremos creer, no deja de ser cierto que para unos fueron mejores que para otros y que no siempre las sandeces juveniles se quedan en eso, y menos en un pueblo donde hasta el más íntimo de los secretos acaba convertido en rumor y sólo de la voluntad, buena o mala, de los vecinos depende quedar marcado con un sambenito u otgro. El caso es que recordando, recordando, y repasando lo que había sido de la vida del Tal o el Cual, sin darse cuenta o con total alevosía, Rogelio llegó a uno de esos puntos del “conviene no recordar”:
-Quien se lo montó bien fuiste tú que pasaste de cabra a cabrón, que lo tuyo con el del Molino cuidando los rebaños lo sabía tolmundo, y no había más que ver como se refocilaba sobándote el culo el día que nos tiramos juntos a la Isa, y bien que te dejabas, bribón. Al casarte ascendiste a cabrón por qué a Isa ha catao a muchos. Eso sí, en la cama ha de ser cerda refiná ¿No? Con lo corrida que está.
Quizás fuera, simplemente, consecuencia del alcohol o no, pero en el pueblo Rogelio en su quinta y el Rubio en la suya eran los gallos del corral, los machos, a pesar incluso  del asunto con el del Molino del que todos hablaban y nadie había visto. Ahora la casa de su cuñado era mejor, ganaba más, vivía mejor y, encima, se revolcaba con la Isa que siempre fue más fina que las gallinas y no con una vaca muerta. Si quizás fuera el alcohol pero también necesitaba el antiguo gallo  poner al otro en su sitio.
Elías no dijo nada, se limitó a tapar las botellas y llamar a las mujeres para echar un cinquillo. Sin embargo, más tarde, al acompañarles al autobús esa noche se rezagó con Rogelio fumando un pitillo y entonces:
-En casa de Isabel siempre serás bienvenido, ya lo sabes, pero mejor que no vengas si no es imprescindible ¿eh? Ya me entiendes ¿verdad?  -si, claro que entendió más de lo que podía suponerse.
Si algo sabía era cuando alguien hablaba muy en serio o eran palabras que se lleva el viento. Desde entonces empezó a buscar excusas para no acompañar a su mujer e hijo en esas visitas salvo ocasionalmente. Ni al uno ni a la otra parecía importarles, y a él, menos.
Entretanto el barrio iba mejorando, dentro de lo posible. Aparecieron jardines, se trazaron calles, brotaron farolas, los colegios dejaron de ser los peores de la provincia y llegaron nuevos vecinos algo más solventes. Pese a todo esto las ganancias no subían; no es que les fuera mal pero tampoco mejoraban, los demás  negocios de la zona medraban a ojos vista y ellos apenas aumentaban unos pocos miles de pesetas al mes por más que ajustaran gastos y repasaran las cuentas. Era de lo único que se hablaba en aquella casa, de eso y de la posibilidad de que, con el verano y las cuatro mesas que sacaban a modo de terraza, se pudiera remontar un poco. En esas andaban cuando Jesús se presentó en junio con todas las asignaturas suspensas. Cierto que nunca había sido un estudiante ejemplar pero nada comparable a esto, cierto que los trece años es una edad mala, y más en un barrio como aquel, pero, desde luego, no esperaban semejante fracaso. Antes de que Rogelio pudiera reaccionar, Luisa cortó por lo sano:
-Se acabó: no vamos a gastar un céntimo en que sigas estudiando. A partir de mañana trabajarás en el bar. Librarás cuando toque y ni una palabra más.
La expresión cerril, casi animal, de esa mujer enfurecida no admitía respuesta alguna y así fue como Rogelio vio muy reducido su trabajo pues su mujer no permitía que el chico se alejara más allá de las mesas, así que él podía salir a “lucir palmito”, que se decía a sí mismo, y a ver como el barrio iba cambiando dejando su bar definitivamente atrás, aunque él llevaba una buena vida, poco trabajo –y cada vez menos por qué a Jesús le iban cayendo todas las tareas- mujeres cuando quería, las carnes de Luisa, tentadoras y obedientes, aunque frías e indiferentes, y un día para hacer lo que le diera la real gana. En el fondo, por mucho que quisiera creer otra cosa, lo demás le importaba un comino.
Más no dura mucho lo bueno en casa del pobre, debió pensar este ejemplar padre de familia, y aquella edad de oro duró tan sólo unos pocos años. Jesús cumplió dieciocho años y se había convertido en un mocetón trabajador y callado, con un día libre por semana y una semanada que apenas llegaba para la entrada del cine de barrio, uno de los últimos en desaparecer,  y que no escuchaba en su casa sino exigencias y reproches, de alguna manera los fríos silencios de su madre le culpaban del estancamiento de negocio a pesar de loas diecisiete horas de trabaja. A veces Rogelio veía en él esa mirada de buey sumiso semejante a la Luisa y eso le gustaba, estaba seguro en su estatus. Sin embargo, éste se vino debajo de golpe, en apenas una semana.
-Quiero un sueldo y cotizar al seguro –dijo una noche cuando estaban liados con las cuentas
El grasiento jamón que era el brazo de Luisa le propinó tal revés que el mozo rodó hasta el último rincón del comedor..
-¿Un sueldo? ¿No te basta con trabajar en lo tuyo? Ni lo pienses, ingrato ¿Cómo se me ocurriría parirte? Desgraciao. Maldita la hora en que me dejé preñar – lo que pudo soltar por esa boca en unos minutos no está en los escritos (bueno, ahora sí), escenita a la que Rogelio asistió con una más que absoluta indiferencia.
Sin embargo, esta no era una de tantas batallas domésticas que no le concernían como las del Oriente Medio. No debió confiarse ni encogerse de hombros una vez más y menos aun irse al burdel de enfrente cuando aun su mujer no había terminado de insultar a su hijo, pero eso fue exactamente lo que hizo. Volvió a casa a las nueve de la mañana y entrando por el bar para desayunar sin mirar la cara hinchada y tumefacta de quien tanto se le parecía, ni la mirada de quien está a punto de dejar caer la cuchilla sobre pescuezos indignos.
Las cosas se precipitaron de tal manera que ni lo vieron venir. El día libre de esa semana , como siempre, acompañó a su madre a visitar a lso tíos. Rogelio lo pasó desnudo revolcándose en la cama matrimonial con una clienta habitual de la taberna siempre dispuesta para estos menesteres. Volvieron tarde y Luisa calentó la cena; ya estaba el matrimonio sentado a la mesa cuando Jesús salió de su alcoba con una mochila y las llaves en la mano.
-El tío Elías me ha conseguido un trabajo. Adiós.
Ya era tarde para reaccionar y antes que su padre pudiera preguntar nada había sonado un portazo con aires de definitivo. Ella siguió con la sopa sin levantar la vista ni pronunciar palabra – de hecho nunca mencionó nada de todo aquello- pero él se daba cuenta, quizás por primera vez, del desgarro de querer a alguien.
-Mañana llegan los quesos. La última vez faltaba uno, así que ándate con ojo –dijo su mujer al poner el segundo plato en la mesa.

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