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sábado, 3 de diciembre de 2016

Trotaconventos 5



No todo, en cambio, era tan fluido para Rosa como lo que he venido contando. Es lo que cabría llamar: Rosa y el sexo, como si de una película se tratara, pero el tema, estudiado a fondo daría para varios tomos. Era pícara, como Nina, pero diferente a ella, castellana un tanto brutal y que acababa con una alegre y sonora risotada, la picardía de Rosa era más sibilina, peor intencionada, pues, si las  palabras gruesas de Nina neutralizan cualquier malentendido, las de Rosa siempre lograban incomodar a alguien o ponerle en un auténtico brete. Además de andar sembrando dudas bizantinas sobre la virginidad –o no- de la Insigne, comentaba por lo bajo la facilidad con que Nina dejaba ver sus pechos, o cómo la Fernández del escudo de armas pedía prestado el chalet a su asistenta cuando su pobre marido tenía un fin de semana libre para usarlo de picadero y remataba comentando como tenía prohibido a su hijo salir con el grupo del  hijo de la chacha dueña del picadero, perdón, chalet.
El tema de la soltería o de la soltenoría era frecuente en las tertulias de la casa y del frente de juventudes. En el fondo, aunque nadie quisiera reconocerlo, de lo que se hablaba era de soledad, sobre todo cuando desembarcaron en la casa Cande y Amparito, mucho más que veteranas en aquello de la solteronia y que, con espíritu olímpico, no habían renunciado a encontrar pareja. Era inevitable que surgiera el tema de la posibilidad de encontrar a un hombre. Ante ello, Rosa se revolvía como gata acorralada afirmando que por nada del mundo se emparejaría de nuevo.
-Por qué si es viudo lo que quiere es una criada para que le quite la mierda, si es más joven que yo y soltero no me da la realísima gana de parecer su madre y si es de mi edad y sigue soltero o es maricón o está enfermo.
            Ahí quedaba eso y vuelve por otra. No podía quedar más descalificado el género masculino.  Uno podía preguntarse si así nos veía ¿para qué se arreglaba tanto? Lección importante para el adolescente que era yo entonces y que luego he tenido ocasión de comprobar: las mujeres no se arreglan para gustar a los o a el hombre aunque se lo crean o quieran hacerlo creer. Hay otras causas que no vienen a qué aquí entre las que el hombre no ocupa ni siquiera el quinto lugar. Por otro lado, en charlas menos frecuentadas, o sea, ella y yo, presumía de haber vivido un gran amor con su marido, se emocionaba contando como cada noche se dormían cogidos de la mano tanto como se indignaba por las cosas que se veían en las películas –era la larga y estúpida época del “destape”- “esas cosas no se hacen en el matrimonio”. Indignación que no la impidió meterse –y no sin saber donde- en el desaparecido cine Carretas en su fase de sala X. De nuevo su ambigüedad de actitudes.
            Ah, Rosa y el sexo, curiosa relación digna de más de una pluma pues resulta difícil entender que en su picardía maliciosa, en absoluto inofensiva, y su interés por virgidades y funcionalidades ajenas, su libertad para meterse en el Carretas y su independencia fuera el tipo de mujer que se cruzase delante de la puerta el día de la boda de su hija salir hasta asegurarse de que llegara tarde “una novia que llega antes que el novio parece una cualquiera ansiosa con miedo de que se le escape”, o que confundiese, o quisiera hacérnoslo creer, un condón con un dedil.

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